Ya desde pequeño mis padres me enseñaron que ir al cine era algo especial. Supongo que ya entonces llevar a los niños a ver una película suponía un esfuerzo económico importante lo que hacía que la elección de las películas que íbamos a ver estuviese perfectamente meditada y limitada, con mucha suerte, a dos al mes. Claro, cuando tu padre te decía “mañana vamos al cine” te pasabas el resto del día con la ilusión en el cuerpo y esa noche dormías soñando con la película que ibas a ver.
Recuerdo perfectamente las colas para comprar la entrada y cómo estas, al contrario que ahora, me resultaban excitantes. Tanta gente para ver una película debía ser garantía de que era buena. Me encantaba ir avanzando poco a poco y llegar al cartel, el cual estudiaba en busca de pistas que me indicasen a qué maravillosos mundos iba a viajar y a qué misteriosos personajes estaba a punto de conocer. Una vez dentro había que elegir un buen sitio si se podía. A diferencia de los modernos multiplex, en mi niñez las entradas no solían estar numeradas y encontrar las butacas perfectas para todos los miembros de la familia era parte de la aventura. Y luego las cortinas. Oh, las cortinas… Cuando empezaban a abrirse lentamente marcaban el inicio del viaje y cuando las luces se apagaban sabías que no había marcha atrás, que debías apechugar con lo que te iban a contar arriesgándote a pasar miedo o pena, risa y emoción o, quién sabe, quizá todo junto. Así, con un bocadillo, unas palomitas o lo que fuera que tuvieras para llevarte a la boca, entrabas en ese mundo a oscuras y lo disfrutabas todo lo que te era humanamente posible porque no sabías cuando sería la próxima vez.
Mis padres nos enseñaron a mi y a mis hermanos que ir al cine era algo extraordinario y que debía hacerse de una forma determinada y con unas normas muy marcadas:
- -Había que mirar la historia intentando quedase con toda la información posible ya que así lo entenderíamos todo mejor y eso nos haría disfrutar más de la película.
- -Había que verla guardando silencio ya que cada vez que hablábamos no escuchábamos lo que sucedía en pantalla y podíamos perdernos algún dato importante.
- -Si había algo que no habíamos entendido y queríamos preguntar a papá, lo debíamos hacer en voz baja para no molestar a los demás ya que era posible que ellos sí lo hubiesen entendido.
- -Si algo en la trama nos resultaba confuso debíamos ser pacientes y dejar que la propia película nos lo aclarase más tarde. En cualquier caso, si al acabar seguíamos sin entenderlo, ya hablaríamos fuera de la película, otro de los placeres de ir al cine.
Mis padres me enseñaron a tener respeto, no solo hacia los demás espectadores, algo sagrado para mis hermanos y para mí, sino, hacia el cine en general. Ellos contribuyeron muchísimo a que hoy en día el cine signifique lo que significa para mi y a pesar de lo mucho que han cambiado las salas yo intento llevar el ritual de la forma más fiel que puedo, sobre todo en todo aquello que tiene que ver con el respeto. Por eso me apena y me saca de mis casillas que haya tanta gente (no los llamaré espectadores ya que no me parece que exista en ellos ninguna expectación hacia lo que aparece en pantalla) que no lo vea de la misma forma.
Ahora llego del cine. Hemos ido a ver Shutter Island. Hemos durado sentados en la butaca hasta un instante después del título. No voy a entrar en qué ha pasado, simplemente diré que no puedo ver una película que me interesa en esas condiciones. No es por el dinero. No es por manía. Simplemente, no puedo permitirme el lujo de arriesgarme a que una serie de personas que elige una película en función del horario que le viene bien me fastidie el placer único de ver una película que estoy deseando ver en una sala de cine. Lo siento, pero no. Puede que algunos piensen que soy un exagerado o incluso un loco, pero yo me reafirmo en la idea de que no hay nada peor en la vida que dejar que las cosas especiales que tienes, las cosas que te hacen feliz se diluyan porque sí.. Y para mí, el cine es especial. Muy especial. Y me hace muy feliz.